domingo, 11 de diciembre de 2016

Recuerdos de la infancia


Abrí los ojos de repente, aturdido por el sueño que acababa de tener y que parecía que no quería irse de mi cabeza, aún después de casi caerme de la sucia cama de este nauseabundo hostal que a duras penas puedo pagarme.


Todavía puedo sentir como, lentamente, las imágenes y recuerdos de mi madre se escapan de mi cabeza a la vez que el dolor provocado por esta pesadilla en mi corazón disminuye. Mi madre, mi pobre madre.


Ella se llamaba Abigail, y era muy hermosa. Según me han contado los ancianos del lugar, se quedó preñada de mi padre cuando aún era muy joven. Él era un rufián llamado Francis Wakeman, pero todo el mundo le llamaba “Bad Luck” Frank debido a su terrible y poco lucrativa adicción al póker.

Ese desgraciado no supo más que darnos a mi madre y a mí una vida de miseria,  teniendo ella que matarse a trabajar limpiando casas de familias ricas mientras él lo único que hacía para llevar dinero a casa era robarle la cartera a algún pobre despistado de vez en cuando. Enseñarme a mí a hacerlo es lo único que le puedo agradecer en esta vida.


Intento dormir otra vez, pero cada vez que cierro los ojos ahí está otra vez esta pesadilla, ese recuerdo tan vívido del día que perdí a la única persona que me quería y que hizo algo por mí. Recuerdo que era una fría noche de noviembre y estábamos todos en la cocina. De repente, la puerta se abrió de golpe y bajo la tenue luz de las velas que iluminaban la estancia, pude adivinar tres figuras masculinas: dos, de gran estatura que parecían escoltar al tercero, un hombre mucho más menudo, flacucho, cuya piel era de un color enfermizo y cuyos ojos y sonrisa parecían los de un asqueroso roedor. También destacaba su enorme sombrero de copa, como si le diese igual llamar la atención, sabiéndose a salvo.


A pesar de que yo era muy joven, y de que no entendía demasiado bien la situación, no podré olvidar la cara de terror que pusieron mis padres al ver a aquel siniestro trío atravesando el arco de la puerta. Después de eso, mi memoria hace aguas. Tengo imágenes sueltas de mi padre, arrodillado, suplicando al raquítico hombre del sombrero; de los dos guardaespaldas, cuyas miradas parecían no desprender ningún signo de vida, agarrando a mi madre por la fuerza y llevándosela mientras mi padre, mi cobarde padre, se quedaba parado sollozándole a una botella de licor que había en una alacena cercana.


A partir de ese momento, abracé la soledad como muy poca gente es capaz de hacer. Crecí haciendo algunos trabajos sueltos por aquí y por allá, hasta que entré a formar parte del grupo de matones del jefe de la mafia de mi barrio. Fue en esta época donde aprendí las dos cosas más importantes que han regido mi vida hasta ahora: mentir y matar.


Ahora ya no soy ningún niño, y he tomado la determinación de saber qué ha sido de mi madre. No me ha sido muy difícil conseguir la información, ha bastado con preguntarle a mi padre a la vez que le apuntaba con un arma a la cabeza. Me ha dicho que se la llevaron como pago por sus deudas de juego. Se la llevaron al otro lado, a Malifaux. También me dejó dos nombres: Red Chapel, y Seamus. Se lo agradecí metiéndole una bala entre ceja y ceja, cosa que le prometí que no haría. Ya sabéis, mentir y matar.


Ahora me encuentro aquí, en este mugriento hostal, cercano a la brecha. Mañana me paso al otro lado, me voy a Malifaux, dispuesto a enfrentarme con mi destino y con lo que esté por descubrir, me guste o no. Sé que no será un camino de rosas, pero solo puedo prometerme a mí mismo y a mi madre, que la vengaré y haré pagar a todo aquel que haya estado involucrado en su desdicha.


Mi nombre es Connor Wakeman. Dios asista las almas de aquellos que se enfrenten a mí.


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